No
pretendían que fuera un hogar, pero les hubiese gustado llamarle casa. Eran exactamente lo que nadie quiere cerca. Unos les tenían
lástima, o eso parecía, pero al menos los dejaban en paz; otros
sentían contra ellos una rabia tan irracional, que era capaz de
atravesar las paredes de aquel edificio ocupado. Quien más los
visitaba era la policía, pero sin uniforme, como el que llama a la
puerta de su abuelita para tomar un té por la tarde, pero sin
abuelita, sin té y sin la relajación de la que se disfruta en una
amable reunión de familia. Además, aquellos sabuesos, gendarmes,
centinelas de la ley y el orden que recorrían los bares de los
alrededores con chupas de cuero y una mano siempre ocupada en ser el
recipiente de la mezcla de tabaco y haschís que con ayuda de la otra
mano no tardaban en dar forma cilíndrica, gracias a un papelillo de
liar, solían llegar por la noche. Hubieran podido ser algo más
discretos, buenos investigadores de lo paranormal, como les enseñaron
en la academia, pero les podía un cierto complejo de superioridad,
surgido quizá de la necesidad de adormecer su mala conciencia, un
orgullo malsano de separación entre ellos y aquello, un soterrado
desprecio que en ocasiones dejaban caer sobre el suelo del pasillo,
poblado de habitaciones a ambos lados de su larguísimo trayecto, de los que en algún sitio tenían que
vivir.
Cuando se iban, los
ocupantes de aquel edificio abandonado a su suerte desde hacía más
de treinta años, un edificio que nunca importó a nadie, hasta que
llegaron ellos, pensaban cómo sería el final. Podría tratarse de un
incendio, una redada antiterrorista, el ataque de un OVNI o una plaga
de sensatez que les contagiase el partido político de izquierdas que
quería controlar el barrio poniendo al lumpemproletariado a barrer
iglesias y a dieta de vicios.
Lo seguro era que no tenían salida.
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